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FIESTA DE FIN DE AÑO EN CHACHAPOYAS

Pastillita para el Alma 30 – 12 – 18 No recuerdo en que año, pero, talvez no llegaba a los 12 años, pero los días que pasaban después de la Navidad, la gente se preparaba para la fiesta de fin de año, con más entusiasmo que en la venida del Niñito Dios

FIESTA DE FIN DE AÑO EN CHACHAPOYAS



31/12/18 - 09:30

Pastillita para el Alma 30 – 12 – 18

No recuerdo en que año, pero, talvez no llegaba a los 12 años, pero los días que pasaban después de la Navidad, la gente se preparaba para la fiesta de fin de año, con más entusiasmo que en la venida del Niñito Dios, que al fin y al cabo era una fiesta familiar y religiosa, que se pasaba en casa, después de haber escuchado la misa del gallo, celebrada en la iglesia catedral, por nuestro querido obispo, monseñor Octavio Ortiz Arrieta.

Ahora venía la fiesta de año nuevo. Era todo un acontecimiento, donde se mostraban  las mejores galas y se esperaba con ansias de que llegue la esquela de invitación del Centro Social Amazonas y del Club Social Higos Urco, donde los presidentes y su junta directiva se encargaban de seleccionar a las personas que debían asistir a dicho evento social. 

Generalmente, estas tarjetas llegaban la noche buena y eran tan esperadas por los adultos, igual que los muchachos esperábamos con la misma ansiedad lo que nos dejaba el Niño Manuelito en nuestros zapatos debajo de la ventana.

El alboroto se  sentía en toda la ciudad, desde luego, no para aquellas personas que sabían que sin ellas, la fiesta no iba a tener un buen realce y  se encargaban de sacar y desempolvar sus mejores atuendos, que generalmente estaban cuidadosamente guardadas entre sábanas blancas y bien dobladas, con bolitas de naftalina en los viejos roperos y en los baúles, depositarios de joyeros, de cartas, fotos y secretos, conservados bajo siete llaves.

Los dimes y diretes, recorrían en las viejas casonas, durante sus tertulias nocturnas, en sus lujosos salones con pisos de tierra cubiertos con petates y sillas de esterillas, sofás con alfombritas persas y ventanales con cortinajes tejidos a crochet o con tules blancos o granates.

En las esquinas de la plaza, también se escuchaban comentarios de los señorones y señoritos, que a modo de crítica decían, “ojalá que ahora hayan hecho una buena selección y no nos metan gente que no es de nuestra clase, como el año anterior, que se les ocurrió invitar a tal o cual señorita, que llegó a la fiesta con su vestido de satén celeste, sin zapatos de taco y con medias cubanas, acompañada con su mamá con pañolón, que felizmente a la mamá no la dejaron entrar y el jefe de la policía, que era el que había exigido que la inviten, la sacó a bailar  y todos nos sentamos para que baile solito y el muy idiota, al siguiente día, comenzó a pedirnos documentos y llevarnos al puesto, como si no supiese con quienes se metía y ahora está llorando, inclusive su baja”.

Relatando esta pequeña anécdota a manera de chisme de mala gana, que fue realidad, trato de pintar, con frases un tanto irónicas, lo que significaba la sociedad de la fidelísima ciudad de San Juan de la Frontera de los Chachapoyas, una ciudad de rancio abolengo, enclavada a la sombra de su imponente cerro de Pumaurco, con sus callecitas estrechas, rectas y empedradas. La mayoría de las casas eran de un solo piso, con paredes de adobe pintadas con tierra blanca, con techo de tejas a dos aguas, o algunas que otras casas de dos pisos, con sus ventanas  y balcones de madera de color marrón oscuro, con cortinas blancas, tejidas con hábiles manos de nuestras matronas que lucían su arte colonial. Este es el Chachapoyas que la actual vicepresidente del Perú, la señora Mercedes Araoz, dijo que sería donde le gustaría pasar sus últimos años.

Las señoras y señoritas recurrían presurosas a las modistas de nuestra tierra, que eran señoras muy solicitadas por su habilidad con las tijeras para cortar sedas, paños, tules, brocados y linos de diferente calidad, adquiridos en los establecimientos comerciales, conocedores de la tradición y elegancia de la sociedad chachapoyana.

En esa época, en nuestra tierra,  parecía que el sol salía con alegría al amanecer, iluminaba los árboles, los maizales, los alfalfares de las chacras de los vecinos metidos en el corazón de la ciudad. Había un bosque de eucaliptos en Tasia, pampas verdes desde la Boca del Napo, hasta Pollapampa. Quiénes de mi generación pueden olvidar las pozas del Número 8, la Sapona, la Guitarrilla, la Chirola y la chorrera de Murcia, donde sin profesor aprendimos a nadar. Ayer era un espectáculo bello mirar las faldas del Pumaurco, lleno de árboles y no pelado y triste como se lo ve ahora. Los amaneceres eran hermosos en la plaza de armas con el canto de los guanchacos, los piuros, los pichuchos, los jilgueros y gran cantidad de golondrinas, que revoloteaban entre los arbustos de la plaza o en las quebradas de Santo Domingo, de Tushpuna en el camino que va a Zeta, o  de la Boca del Napo y Santa Lucía con destino al Sonche.

Sin alejarme de mi narración, tengo claro en mi memoria los talleres de costura de doña Mushita Cachay en la calle del Comercio, junto con doña Irene Castañeda; de doña Rogelia Burga cerca de Burgos; de doña Miquita Oliva en el jirón Ayacucho;  doña Chabuca Cachay en el jirón Bongará, cerca del mercado. Talleres con sus máquinas de coser a manizuela, o a pie, marca Singer, un biombo de tela que servía como probador y sobre todo la alegría de las curiosas, que sin tener escuela de formación, eran expertas confeccionando toda clase de vestidos y blusas con lentejuelas y bordados.

Los caballeros mandaban confeccionar sus ternos en los sastres  como don Humberto Más Zagaceta, el Baracho; el paisa Manuel Silva, el maestro Macedo, Erasmo Díaz, Alberto Solsol Rios, el popular comandante que tenía, además su Escuela de Policía y sus alumnos ascendían con riguroso examen “teórico práctico” generalmente en las noches de luna. Los sastres, vestían elegantes, con su cinta métrica en el cuello, tijeras  marca Solingen,  reglas y  tizas.

Jamás se irán de nuestros recuerdos los salones en el segundo piso de doña Adolfina Hernández, o el salón del segundo piso de la casa de don Celsito Eguren, cuyos balcones hasta ahora permanecen iguales, como si se hubiese detenido el tiempo. En estos salones,  regiamente iluminados con lámparas Petromax, alquiladas a don Saúl Salazar,  entablados  lustrados con petróleo blanco y don Moshico que a una hora prudencial, servía los  platos de escabeche de gallina con  yuca, sobre una hojita de lechuga que rebalsaba el plato.
Las parejas caminaban con sus abrigos y sus trajes largos por las veredas, siempre prevenidas con paraguas si de repente se desataba una lluvia loca.

Las orquestas  lucían  sus acordeones de botones, guitarras, clarinetes, maracas y güiro y el  jazband, con los expertos, el Chichiriche o el Cunche.
    
La fiesta se iniciaba con todo el ceremonial, empezando el baile con el presidente y los miembros de la Junta directiva,  luego el resto de la concurrencia. Las damas lucían sus alhajas que traía de la Costa los agentes viajeros y en los últimos tiempos Luchito Zamora, que al final se casó con Vilmita Pizarro, nuestra joya del San Juan, nos dejaba preciosidades en oro y plata .

La fiesta terminaba muchas veces a las 6 de la mañana, después de haber bailado la chumaichada y tomado un sabroso plato de caldo de gallina.

La fiesta de fin de año en los salones del Centro Social Amazonas y del Club Higos Urco, marcaron una época de la elegancia, la aristocracia y el rancio abolengo de una sociedad de la cual solo quedan algunos vestigios. ¿Será por qué desaparecieron las instituciones o terminó el entusiasmo y el orgullo de nuestra gente?

En estos acontecimientos, que con el devenir del tiempo, he tenido la suerte de participar en mi época de estudiante o mis primeros años de médico, junto con mis amigos de toda la vida y las orquestas de mi compadre Ariel Herrera, el Chinche, la voz de mi compadre Luis Herrera, la trompeta de Cullampe; mi compadre Leonardo Santillán, el crespo y del muncha Sifuentes. 

Eventos que siguen vivos en un rincón de mis recuerdos y añoranzas; que marcaron alegrías eternas y penas inolvidables, que me escoltan por caminos solitarios por donde sigo rodando el mundo, pero, que muchas veces se hacen presentes, por caprichos del destino, cuando me cruzo, casualmente con una protagonista de un drama o una comedia interrumpida y en sus ojos advierto el reproche que nunca se acaba o la alegría de un amor de estudiante que a los dos nos ha dejado el sabor de la miel en los labios del alma y hace más linda y llevadera la triste y larga agonía que nos otorga nuestra juventud acumulada, mientras nuestras pupilas se cansan en los renglones de los libros que ahora, son nuestra única compañía. Sigamos bailando, todos los días, hasta el amanecer, en la mejor de todas las fiestas, que es la Fiesta de la Vida.

Jorge REINA Noriega
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