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EL SOLITARIO DE MONTALVÁN

Luis Alberto Arista Montoya* Este 2020 no solo termina fatal, todo el año ha sido muy fatal. Especialmente para los peruanos: con una democracia casi paralítica, con una galopante corrupción, con una economía resquebrajada, con una extensiva delincuencia común y con una crisis sanitaria desnudada por el Covid-19. Al desánimo y apatía se ha sumado el terror y temblor ante la muerte inminente.

EL SOLITARIO DE MONTALVÁN



30/12/20 - 10:42

Luis Alberto Arista Montoya*

Este 2020 no solo termina fatal, todo el año  ha sido muy fatal. Especialmente para los peruanos: con una democracia casi paralítica, con una galopante corrupción, con una economía resquebrajada, con una extensiva delincuencia común  y con una crisis sanitaria desnudada por el Covid-19. Al desánimo y apatía se ha sumado el terror y temblor ante la  muerte inminente.

Y el nuevo año que se inicia a las cero horas del día de mañana no  vislumbra ser un feliz año. “Nada de venturoso”, no nos engañemos. Surge bajo negros nubarrones, sin noches de luna. El “principio esperanza” se diluye en un continuo de más de lo mismo. Otro hubiese sido nuestro talante si hubiesen llegado ya las vacunas.

 Los peruanos nuevamente estamos siendo vacunados con muchas dosis de ineficacia e indiferencia por parte de una clase dirigente que durante casi todo el primer bicentenario ha mostrado -sin careta o mascarilla alguna- su rostro de estar integrada por gente sin clase, sin categoría. De ahí que intuyamos que el 2021 será doblemente virulento: a causa de que  se vendrá una segunda ola del coronavirus, y a causa de la virulencia del odio político pre-electoral donde cada candidato jurará ser el mesías esperado. ¡Pura chachara! Una vez más.

Desde el pasado mes de marzo estamos viviendo en soledad. “Hola soledad”. Primero fuimos confinados a una atroz cuarentena militarizada, a un aislamiento autárquico. Se nos recortaron nuestras libertades individuales y colectivas fundamentales.  Y como dice la bella canción de Armando Manzanero “esa cosa que se llama casa” devino como nuestro  único refugio romántico, de paz y seguridad frente al asedio de los infectados. Nuestro prójimo se convirtió en nuestro peor enemigo, “el hombre es el lobo del otro lobo”, contigo a la distancia porque desconfío de ti, no te me aproximes.
 
Y es entonces cuando el sentimiento de soledad se impune a pesar de que el hombre es por naturaleza un ser gregario. Pero “más vale solo que mal acompañado”, porque “el infierno son los otros”, como dijo Jean-Paul Sartre durante la pandemia del nazismo invasor.

La soledad humana es bipolar: por un lado está el polo de la soledad aislante o activa (como la causada por el Covid-19), y al otro extremo está soledad contemplativa que promueve la meditación, la contemplación, la  penitencia porque el sentir penas y remordimientos es consustancial a la naturaleza humana. ¡Dios mío que mal terrible hemos hecho por lo que estamos sufriendo tanto! ¡Hasta cuándo los hombres seguiremos siendo más mortales como ahora! ¿Cuándo nos vacunarán? ¿Cuándo amenguará la pandemia? ¡Qué conmemoración del bicentenario ni qué  ocho cuartos! Lo que importa es el Ahora-y-el-Aquí, de lo contrario el promisorio futuro de la patria será nuevamente una engañifa, una untosa utopía.

La bendita Soledad (así con mayúscula) es una carencia voluntaria o involuntaria de compañía. Esa la vivieron muy sabiamente los primeros religiosos cristianos comiendo “pan con soledad”, como los llamados anacoretas y ermitaños que vivieron en desiertos o montañas contemplando y reflexionando sobre la brevedad de la vida, sobre la promesa de la vida eterna, sobre la importancia de  los valores del amor y del ejemplo para que la vida terrenal sea vivida dignamente. Para convivir bajo con una ética de la sobriedad sobre todo en estos momentos en que el reinado de la atroz sociedad de consumo global ha llevado a explotar inmisericordemente a la naturaleza, a tal punto que el coronavirus ha germinado desde sus entrañas siniestras hasta constituirse en lo que yo denomino el primer virus posmoderno, y puede seguir una saga de ellos si es que las anacrónicas e injustas formas de vivir y convivir continúan como si nada.

Ahora que piensas bailar  para botar a este horroroso año viejo no te olvides de la  festiva frase de la cantante criolla Esther Granados: “Solita me jaraneo” ( alégrate solo  en compañía de tu íntima familia), porque “más vale solo que mal acompañado”, pues así te lo recomendaría “El solitario de Sayán”( que fue el seudónimo de  José Faustino Sánchez Carrión, precursor del amanecer del primer centenario de nuestra inconclusa vida republicana, que eligió vivir en soledad para poder escribir sus Cartas republicanas, que merecen ser leídas por los   aturdidos jóvenes del bicentenario, dejando a lado el efímero tuitirreo.

Y finalizo con una buena noticia neurológica a favor de los solitarios como yo. La soledad hace bien a nuestro cerebro. Se supone que la soledad bien asumida, ¿eh? Un equipo de investigadores del Instituto y Hospital Neurológico de Montreal acaba de descubrir que los componentes de las redes de neuronas del cerebro de las  personas solitarias están más fuertemente conectados entre sí, que la estructura de su fórnix se encuentra mejor preservada y   que su volumen de materia gris (materia de la inteligencia) es mayor. ¿A qué se debe esto? ¿No es que los solitarios somos más propensos a la depresión o a la demencia? Dichos científicos sostienen  que esos aspectos positivos de la soledad pueden deberse a que estas personas son más propensas a utilizar la imaginación creadora, los recuerdos o las esperanzas de futuro para superar su aislamiento social.

Por eso recuerdo la canción de   Rolando La Serie que en parte decía:

“Hola soledad,
No me extraña tu presencia,
Casi siempre estás conmigo,
Te saluda un viejo amigo”.
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*EDITORIAL. Para Radio Reina de la Selva. Lima 30 de diciembre de 2020. Luis Alberto Arista Montoya 
  

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