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MUERTOS SIN SEPULTURA, CONDOLENCIASAS

Luis Alberto Arista Montoya* La información estadística que también desfallece en tiempos de esta pavorosa pandemia que no hay cuando acabe, nos dice que han muerto ya más de 200, 000 peruanos. Ni las innumerables guerras sumadas que sufrió el país en sus 200 años de vida republicana superan este número de fallecidos.

MUERTOS SIN SEPULTURA, CONDOLENCIASAS



17/08/21 - 05:06

Luis Alberto Arista Montoya*

La información estadística que   también desfallece en tiempos de esta   pavorosa pandemia que no hay cuando acabe,  nos dice que han muerto ya más de 200, 000 peruanos. Ni las innumerables guerras sumadas que  sufrió el país en sus 200 años de vida republicana superan este  número de fallecidos. Y con la inminencia que la cepa Delta llegue con  una tercera ola, el temor a morir se acrecienta.

Los que han muerto son muertos sin sepultura, a pesar de haber sido incinerados, enterrados en fosas comunes, tumbas o nichos. Lo mismo  da, igual es el dolor, el luto, el permanente duelo.

Tomo prestado el título de una obra de teatro del escritor francés Jean-Paul Sartre, “Muertos sin sepultura”,  para referirme a la peste del Covid-19 que nos asedia cotidianamente, conforme asedió la peste del nazismo cuando sus tropas alemanas  invadieron París, generando una feroz Resistencia clandestina contra el asesinato, y en defensa de la libertad. “Nunca se es más libre que cuando uno pierde su libertad”, es la tesis que desarrolla Sartre en esa obra.

El mortal Covid.19 – que lo catalogo como el primer virus posmoderno porque es un epifenómeno global causado por el  salvaje materialismo de la sociedad moderna de consumo -  ha trastocado nuestras costumbres, estilos de vida, creencias y vigencias sociales. Ahora, por ejemplo, ha cambiado nuestra cultura de la vida y, por tanto, también nuestra cultura sobre la muerte y los muertos. Pues, los más de 200 mil peruanos muertos no han sido despedidos, velados y sepultados conforme mandan los viejos rituales sociales y religiosos de respeto por los que acaban de partir a la nada o al infinito.

Al verse impedidos de ser asistidos hasta el último de sus  suspiros, al no poder velarlos en casa, celebrarles  una misa presencial, al no poder asistir los familiares y amigos al cementerio, se acabaron los ritos de las flores, de las lágrimas,  de los llantos y desmayos; los responsos cristianos enmudecieron, los abrazos y condolencias han dejado de darse. Ahora todo es vía radio o  virtual a través de las redes sociales. Pero el duelo (dolor del alma en intimidad, sea  individual y familiar) continuará por mucho tiempo (incluso afectando nuestra salud mental), porque la ritualidad sobre la muerte es tan importante como la ritualidad del nacimiento, del cumpleaños y de la vida dichosa en general

Va a ser muy difícil recuperar los antiguos  ritos de la cultura de la muerte. Hasta no hace mucho teníamos una certeza: que todos  vamos a morir, que ninguno es inmortal (aunque algunos políticos se crean como tales), pero nadie sabe cómo, cuándo y dónde va a morir,  salvo un enfermo terminal o un presunto suicida, pensábamos. Pero con la pandemia casi todos sabemos que en cualquier momento podemos morir: porque el virus nos asedia y, peor aún, si lo retamos negándonos a vacunar, a caminar si mascarilla y careta, sin lavarse las manos, y sin respetar el distanciamiento social. Esto es igual para ricos y pobres, andinos y costeños, izquierdistas y derechistas, negros y blancos, cholos y caviares, bonitos y feos, varones y mujeres, homosexuales y gente trans. El virus ha democratizado autoritariamente a la sociedad: todos somos iguales ante la inminencia de morir en cualquier momento. No discrimina. Ha mostrado que somos finitos, de vida breve.

Incluso los dichos populares sobre la muerte ahora se han relativizado: “Contigo hasta la muerte”, mentira porque tenemos más miedo de morir antes(o después), el miedo es igual; “quisiera morir entre tus brazos”, imposible porque el coronavirus no  te lo impide: el paciente muere en la más absoluta soledad.

Esos más de 200,000 muertos peruanos sin sepultura, mejor dicho sus cuerpos y almas, merecen un resarcimiento de velación y duelo. Creo, que cada vez que un pueblo  celebre una fiesta religiosa o cívica se debe no solo  orar por ellos, sino también rememorarlos tales como fueron en vida en forma positiva. Sí y solo así, la memoria colectiva evitará ser atacada por el   Alzheimer voluntario: esto es la pérdida del reconocimiento del valor de tus seres queridos, tus amigos, compañeros de estudio o de trabajo, de tus conocidos y vecinos. Y eso no puede darse en una sociedad que se jacta de ser cristiana.

 Llegará el momento que sepultemos simbólicamente a nuestros muertos, pero desde el seno de nuestras familias, de nuestras comunidades, desde la intimidad comunitaria, sin esperar nada del poder central porque este sigue siendo un Estado empírico que antes estuvo en una oxidada silla de ruedas (manejada por inquilinos precarios del palacio central) y que, ahora, va en búsqueda de   una cama uci, sin oxígeno democrático. Estamos ante un Estado asfixiado y tóxico, porque tenemos una clase política, sin clase, chusca.

Ya llegarán los cumpleaños de los fallecidos, el día de los muertos (el primero  de noviembre), el recuerdo de  fechas de nacimiento y fallecimiento, para ir a los cementerios con flores para cumplir con la ritualidad del respeto y amor por los muertos.

 Guiemos nuestras vidas a través del “principio-esperanza”. Con fe, sin odios, ni rencores. Los muertos no deben quedar sin ser sepultados. Porque ellos nos interpelarán desde el más allá: nos “jalarán las patas” si incumplimos,  como decía mi  sabia abuela Rosa.
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  *EDITORIAL: Para Radio Reina de la Selva. Lima 17 de agosto de 2021. Luis Alberto Arista Montoya.

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