El Perú frente al H3N2: fragilidad anunciada

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Por: Víctor Zamora

Una variante del virus influenza A (H3N2) —identificada técnicamente como subclado K— está golpeando con fuerza al hemisferio norte. Sin embargo, el impacto no se debe a una letalidad extraordinaria, sino a un factor igualmente dañino para cualquier sistema de salud: la sobredemanda.

Los síntomas, que incluyen fiebres altas, congestión severa y un malestar general intenso que literalmente «tumba en la cama» al paciente, han disparado las llamadas a las centrales de asistencia, las solicitudes de citas y, en muchos casos, las hospitalizaciones preventivas. Como suele ocurrir, el costo social y sanitario se concentra en los grupos más vulnerables: adultos mayores, niños y personas con enfermedades preexistentes (comorbilidades).

El aumento abrupto de casos ha obligado a sistemas sanitarios robustos, como el inglés o el español, a reinstalar el uso de mascarillas en centros de salud. En determinados contextos, incluso han aplicado cuarentenas focalizadas y reforzado la vacunación contra la influenza para amortiguar el golpe.

En Europa y Norteamérica, el clima invernal juega en contra: la influenza se transmite con mayor facilidad en condiciones frías, espacios cerrados y situaciones de hacinamiento. Afortunadamente, aunque la vacuna de este año no fue diseñada «a la medida» de esta variante específica, ha demostrado ser eficaz para reducir las formas graves de la enfermedad. Disminuye el riesgo de complicaciones y, por ende, la probabilidad de muerte.

La llegada al Perú y la capacidad de respuesta

El H3N2 es un virus respiratorio que viaja con su huésped: las personas. En un mundo globalizado, con alta movilidad y las fiestas de fin de año actuando como acelerador, su llegada al Perú era previsible. Y llegó: hace unos días, el Ministerio de Salud (Minsa) confirmó su circulación activa. Si la confirmación oficial se da hoy, es porque el virus ya venía circulando desde antes.

¿Debemos alarmarnos? En teoría, no al extremo. Nos encontramos en verano en la costa, donde reside la mayoría de la población, lo cual reduce el riesgo de contagios masivos y picos de gravedad.

Sin embargo, el problema de fondo no es el virus, sino la capacidad real de respuesta del sistema para protegernos. La pregunta estratégica no es si el H3N2 debe preocuparnos, sino si estamos preparados para un incremento de casos, aunque este sea moderado y temporal.

El Ministerio de Salud, tras una reacción inicial tibia, decidió emitir una alerta sanitaria. Su apuesta principal parece correcta: utilizar la vacunación como escudo. No obstante, la realidad operativa contradijo la estrategia en menos de 48 horas: los medios reportaron escasez o desabastecimiento de la vacuna contra la influenza.

Esto es perfectamente plausible. La dotación adquirida este año fue calculada solo para una fracción de la población que la requería. Además, dicho stock se viene utilizando desde mediados de año, por lo que lo disponible no alcanza para cubrir un aumento súbito de la demanda. El mensaje del Estado termina siendo una contradicción: se insta al ciudadano a vacunarse, pero no necesariamente hay vacunas disponibles.

El antecedente inmediato: La crisis de la Tosferina

Esta situación no debería sorprender. El actual ministro, César Quirós, hereda una gestión —la del exministro Vásquez— que puede evaluarse con un indicador brutal: el desempeño frente a la epidemia de tosferina y el debilitamiento de la Estrategia Nacional de Inmunizaciones.

A solo dos semanas de terminar el 2025, se han registrado 52 muertes de niñas y niños menores de 11 años por tosferina. La mayoría de estos decesos (30) ocurrieron en el Datem del Marañón, en la región Loreto.

Las cifras son alarmantes: las muertes representan siete veces la suma de las registradas por la misma causa entre 2020 y 2024. Asimismo, los casos totales del año (4,194) superan también por más de siete veces el acumulado de ese mismo periodo.

A pesar de la evidencia, el exministro Vásquez y su equipo técnico negaron repetidamente que el Perú enfrentara una epidemia nacional. En junio de 2025, calificaron la situación como un «brote focalizado controlado». Cuando la narrativa política contradice a la evidencia científica, el sistema pierde tiempo. Y en salud pública, cuando se pierde tiempo, se pierden vidas.

En septiembre, diversos actores sociales —incluyendo una decena de exministros de salud, la Mesa de Concertación para la Lucha contra la Pobreza, la Sociedad Peruana de Pediatría, la Iglesia católica y líderes nativos— exigimos un estado de emergencia para acelerar la respuesta.

¿La respuesta del gobierno? Insulto, mentira y negación. La negación no es un error menor; es una forma de gestión que fabrica demora y, consecuentemente, daño.

Factores estructurales y descapitalización técnica

Es cierto que la tosferina viene creciendo en varios países de América Latina debido al avance de movimientos antivacunas. Pero en el Perú se agrega un componente estructural crítico: la dificultad —y a menudo incapacidad— del Estado para llegar a las poblaciones dispersas de la Amazonía.

La pandemia de COVID-19 ya lo había demostrado: comunidades enteras en el Datem del Marañón recibieron protección casi un año después que Lima. La geografía es una variable conocida, no una excusa; lo que falta es una gestión sostenida.

A esto se suma lo más grave: la descapitalización profesional del ente rector. Técnicos altamente calificados, con experiencia en un programa de inmunizaciones históricamente exitoso, fueron reemplazados por cuadros mediocres seleccionados por afiliación partidaria o intercambio de favores. Así se destruye la capacidad estatal, y luego se finge sorpresa cuando el sistema falla.

Las estrategias sanitarias no se debilitan solas; se debilitan cuando se rompe la conducción técnica y se degrada la cadena de decisión. Y esto no afecta solo a la tosferina ni se limita a la selva.

Alerta roja en las coberturas de vacunación

La gestión anterior debilitó la estrategia nacional de inmunizaciones a tal punto que cerraremos el 2025 con algunas de las coberturas más bajas en décadas. Los datos oficiales son más que elocuentes:

DPT (Difteria, Tétanos y Tosferina), 2.° refuerzo: 65.1%.

Polio, 2. ° refuerzo: 60%.

SPR (Sarampión, Paperas y Rubéola), 2.ª dosis: 73%.

Neumococo, 3.ª dosis: 79.6%.

En los adultos mayores, el panorama es aún peor. La cobertura de influenza alcanza solo el 56.9% de la población programada (que ya es una fracción del total), y la de Neumococo apenas llega al 28.8%. Estamos muy lejos del 95% requerido para garantizar la protección poblacional.

Con estas cifras, el país queda expuesto no solo a la influenza, sino a la reemergencia de enfermedades controladas, como la amenaza real del sarampión en las Américas.

La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) ya ha advertido que el Perú tiene el segundo nivel más alto de mortalidad prevenible entre los países evaluados, superado solo por México.

Este año vimos señales concretas de la gestión deficiente que explica esta realidad:

Un recorte de 130 millones de soles al presupuesto de vacunación.

Distribución de vacunas contra la influenza sin la compra de agujas para su aplicación.

La paralización por meses de un proyecto del Banco Mundial para fortalecer la vigilancia epidemiológica.

Conclusión: Gestión sobre discurso

Si hubiera un incremento significativo de la demanda por consultas u hospitalizaciones debido al H3N2, el sistema enfrentaría serios problemas. El primer nivel de atención (postas y centros de salud) no ha sido fortalecido, ignorando una lección clave de la pandemia: sin contención primaria, los hospitales colapsan. La promesa de 1,000 nuevos establecimientos de primer nivel hecha por el exministro Vásquez fue solo eso: una promesa vacía.

El H3N2 puede no ser un «virus apocalíptico». Pero en un sistema sin liderazgo, descapitalizado técnica y financieramente, basta un incremento moderado de casos para convertir lo manejable en una crisis. La verdadera amenaza no es el virus, sino nuestra fragilidad institucional.

La recomendación es elemental pero urgente. A esta gestión ministerial le queda un horizonte corto de seis meses. Nadie espera milagros, pero existe una responsabilidad mínima: restablecer el liderazgo, el profesionalismo y el respaldo financiero a la Estrategia Nacional de Inmunizaciones.

No se trata de una reforma abstracta, sino de devolverle la capacidad operativa a un programa que, cuando funciona, evita muertes y colapsos. Lo demás es ruido.

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