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CONTRADICCIONES REALES

Pastillita parra el Alma 05 – 08 – 2024 Leyendo un libro de anécdotas de Jaime Lopera e Inés Bernal, viene a mi memoria, la cárcel de Santo Domingo,

CONTRADICCIONES REALES



07/08/24 - 03:56

Pastillita parra el Alma 05 – 08 – 2024

Leyendo un libro de anécdotas de Jaime Lopera e Inés Bernal, viene a mi memoria, la cárcel de Santo Domingo, de aquellos tiempos de la década del 50 del siglo pasado. Era un local de un solo piso, por donde vivían el señor Germán Trigozo, el popular Chalaco, que fue alcalde provincial de la Fidelísima ciudad de Chachapoyas, también mi gran amigo Cabeza de Clavo, que solo le conocíamos por su apodo, razón por lo que no recuerdo su nombre y Lorenzo Jiménez, el Palito, tinterillo y gran amigo, los tres miembros de la Hermandad de Los Pachacos, en esa calle, parte del jirón Piura transversal,  al jirón Santo Domingo, terminaba dicho jirón, frente a la casa de don Alberto López, a quien sus amigos y conocidos le apodaban Mazo, que tenía una tienda bien surtida con licores y artículos de pan llevar y donde después de las 5 de la tarde, íbamos a pagar o cobrar la “apuesta” del partido de básquet, jugado con los presos y bajo la atenta mirada de don Arturito Caro, alcaide del establecimiento penal, quien ordenaba que los presos regresen a la prisión a las 6 en punto de la tarde, hora en que salían las visitas de los encarcelados y por lo tanto se cerraban las puertas de la cárcel y no había  “las últimas dos, don Arturito” pues su orden era radical y se cumplía de todas maneras.

Lopera y Bernal, escritores colombianos, ponen en tela de comparación, la vida sacrificada y disciplinada, de los empleados de las oficinas con la “agradable” estadía de aquellos personajillos, que por alguna razón, están pagando sus delitos en los establecimientos carcelarios.

Entre otras cosas, mencionan que, los empleados de las oficinas, cumplen un estricto horario, debiendo firmar, marcar su tarjeta o controlar su huella digital y contorno facial para ingresar a su centro de trabajo. La mayoría de ellos permanecen dentro de unos cubículos, de 2 metros cuadrados, igualito que los presidiarios, pero, tienen que estar bien vestidos y atentos a las miradas de sus jefes y supervisores. Cumplen un horario estricto de trabajo de ocho horas y deben entregar el fruto de su labor, a un supervisor, como si fuese, una tarea de los escolares. A mediodía, tienen una hora para comer sus refrigerios, alimentos generalmente fríos, de sus reducidas loncheras, alimentos que les cuesta dinero y trabajo, preparados, generalmente, la noche anterior. Ese tiempo del refrigerio, los sirve para realizar sus entrevistas coloquiales, acicalarse el cabello, estirar las piernas y usar los servicios higiénicos, debiendo, muchas veces, hacer cola para esperar su turno, utilizar lo más rápido posible, antes que les toquen la puerta o los llamen la atención. 

Los empleados, es una clase social, sujeta a muchas dificultades y penurias y más aún si es que carecen de un título, que les respalde, aunque, para decir verdades, hay individuos inescrupulosos que, sus diplomas y títulos, los sacan de institutos o de universidades en las cuales, sin estudiar, “compran” estos certificados, para luego, ocupar buenos y grandes puestos y hacen inmensas fortunas, estos avivatos y sinvergüenzas, cuando llegan al poder, se vuelven irascibles, palanganas y vanidosos, hasta que, algunos, los más poquitos, caen por corruptos y otros, los más suertudos, a los que se les “apareció la virgencita”, tienen que, ocultarse para que se olviden de sus nombres, sin importarles la mancha y el qué dirán, de los que les conocieron. 

Los empleados honestos, muchas veces, son víctimas de malos tratos, esforzándose, más de lo necesario, para mantener su puesto, de lo que se aprovechan sus superiores que, no los premian, sino más bien les dan más trabajo. Muchos servidores reciben sueldos reducidos y más todavía, si pertenecen a empresas prestadoras de servicios. Personas explotadas, muchas de ellas, con familia que deben mantener, sin seguros de salud, a veces enfermos o con familiares con dolencias crónicas, obligados a pagar la luz, el agua, los predios, sus alimentos y aún alquileres de viviendas paupérrimas.

Sin embargo, los reos, los convictos, los presidiarios, “los angelitos”, tienen un espacio para dormir, con catres, frazadas, muchos de ellos, con servicios higiénicos propios; comen sus alimentos tres veces al día, sin que les cueste un centavo, no hacen “nada” durante el día o algunos de ellos, los suertudos, los que tienen padrinos en el penal, generalmente los corruptos, los narcotraficantes, dice que “estudian” y como se “portan bien” ganan un mérito para la reducción de sus penas. Si se enferman, tienen médico de servicio, un tópico con un profesional de enfermería o un auxiliar de salud. A ellos no les cuesta las medicinas. Tienen derecho a sus horas de recreación, de pasear en sus patios o amplios corredores, tomar el sol, hacer ejercicio, gozan de la visita de sus familiares.

Disfrutan de sus horas que ven televisión, sus momentos de coloquio con sus compañeros. Si algún vigilante les trata mal, tienen a quien quejarse y si las autoridades no les hacen caso, para eso están las organizaciones de los derechos humanos, para “velar por la tranquilidad de los angelitos” y no perturbar su salud emocional y mental, teniendo derecho a psicólogos, terapeutas sociales, a personas de buen corazón, las cuales dan horas de su tiempo para visitarles y leerles mensajes motivacionales, para que cuando salgan, cumpliendo sus condenas, se reincorporen a la sociedad que, injustamente los castigó y sean hombres de bien, muchos de los cuales, han utilizado su tiempo de reclusión, para meditar sobre la situación del país y sus problemas y están convencidos, que son “ellos”, la solución para conseguir el bienestar y progreso de la patria.

Los oficinistas, los empleados en general, nunca reciben visitas en sus lugares de trabajo, ni tienen tiempo para ver televisión o para conversar por teléfono y pobre de ellos si caen enfermos y no asisten a su trabajo, pues tienen que llevar un certificado médico que cuesta 30 soles, la receta y la factura de las medicinas y si su enfermedad es grave o tienen que ser operados, tienen que ir al servicio de emergencia de los hospitales y si tienen suerte en los departamentos de urgencia, les dan hojas de transferencias para otros hospitales, donde tienen que sacar citas, no de un día para otro, sino en el mejor de los casos, en semanas o ir a buscar al facultativo, en su lugar particular de trabajo, previo pago de honorarios y esperar turnos para sus exámenes auxiliares. En cambio “los pobrecitos de los presos”, si tienen un caso de apendicitis, o una hernia estrangulada, o una hemorroide sangrante, inmediatamente son operados quirúrgicamente, sin pagar medicinas y sin deber favor a nadie y algunas veces hasta fingen dolencias imaginarias para ser hospitalizados y de paso, cambiar de ambiente.

Empero, no hay nada más grande que la libertad. El derecho del ser humano de disponer de su tiempo, inclusive después de haber realizado sus labores cotidianas, cumpliendo horarios exigentes. La satisfacción y el placer de disfrutar de su familia, no tiene precio, aunque el dolor internamente labre el alma, especialmente, cuando hay situaciones ocultas, de cualquier índole, bien sean por dolencias, necesidades económicas o por injusticias no buscadas. Sin embargo, en esta época, cuando es muy difícil conseguir un lugar de trabajo rentado, hay empleados que, se quejan de todo y van por la vida predicando su mala suerte; personajes malhumorados, sin paz en sus vidas, arrinconados por su falta de voluntad o por las personas que los enrostran y hunden en su desesperación, generalmente conyugues intolerantes y exigentes.

Sentado, en un remanso del camino, como yo, cuando llegamos al final de nuestras vidas, juzgamos en su real dimensión la valía de la libertad y el trabajo y en la soledad de nuestros recuerdos y añoranzas, cuando nuestros ojos de tanto llorar, ya no lloran, mientras, lentamente, el manto de la muerte va envolviéndonos, surge, como un vendaval de protesta, el joven aguerrido, que llevo dentro, vencedor de cientos de batallas, infinidad de veces herido mortalmente, sangrando del alma, más que del cuerpo, tumbado por los suelos, pero, jamás vencido y como el mejor matador de toros, de la plaza de la Maestranza de Sevilla, me sacudo del polvo aciago e inmisericorde de mi desesperación y vuelvo a envalentonarme, agarrando el capote, para enfrentarme, con más fuerza y vigor, al infortunio, a esa pena infinita que, otra vez, inclementemente vuelve a golpearme, con la seguridad que habrá un nuevo amanecer, con un sol radiante de esperanza, consciente que, después de la tormenta, viene la calma y que la misericordia y piedad de Dios es infinita y así poder entregar mi alma, al lugar de donde proviene y del cual, de repente, nunca debía de haber salido.
 
Si señores, soy un viejo cobarde y simplón, empecé contando una historia agradable y terminé refiriéndome a mis miserias y penurias que, no es de interés de nadie, sino de la angurria solitaria que me consume, olvidando por un momento que, todos somos obreros y constructores de nuestro destino, utilizando muchas veces nuestros músculos y la fuerza, levantando estructuras y  haciendo faenas físicas, pero, también, somos trabajadores del alma, poniendo nuestra ternura y blandura de corazón, construyendo templos de misericordia, al servicio y beneficio, de los que más sufren, por el Amor infinito a Dios Todo Poderoso.

Jorge REINA Noriega
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jorgereinan@gmail.com

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